Bienaventurado
el hombre que teme a Jehová, y en sus mandamientos se deleita en gran manera.
Salmos 112:1
Sin
importar lo que hagamos o los años que tengamos, nunca dejaremos de ser hijos
de nuestros padres… esto parece absurdo, pero aun si hubiesen fallecido, no hay
manera de no serlo. Sea donde sea, en la posición laboral o ministerial en la
que estemos, nuestra identidad no debe estar en lo que hacemos, sino en quiénes
somos: Hijos del Dios Altísimo.
La
historia de Ester parece un melodrama donde el desenlace le hace honor al
famoso “final feliz”. Esta es una historia verdadera, con sus altibajos.
Podemos resumir en muchas enseñanzas este libro, pero podemos resaltar: obediencia.
Se dice mucho que la historia relata el primer concurso de belleza, sin
embargo, es probable que las vírgenes que acudieron al decreto del rey, no asistieron
por su cuenta y por su gusto, sin miedo alguno.
De
todas las doncellas que estuvieron en este “concurso”, el personaje
principal que es Ester, se enfiló para ser reina, siguiendo las órdenes del
autor intelectual de todo esto: Mardoqueo. Podemos deducir la agenda que él
tenía detrás; pertenecía a los cautivos en Babilonia que fueron deportados de
Jerusalén. Podríamos imaginar sus sentimientos y emociones. Vio la oportunidad y
ordenó a Ester, su prima huérfana a quien adoptó, que acudiera. En medio de
todo lo entretejido de la historia, había un plan de Dios mucho más grande, que
ni Mardoqueo sabía completamente.
Después
de que Ester fuera seleccionada como reina, la riña de Amán contra los judíos
comenzó y una vez más ella obedece a su primo. Aun cuando ya era la reina y
pudo olvidar su identidad como judía, no lo hizo. Aun cuando jugó su propia
vida, prefirió abogar por su pueblo y esta victoria es recordada hasta nuestros
días. Ella fue una mujer valiente, era hermosa. Pero sin duda debemos resaltar
que era obediente.
La
palabra de Dios nos dice en el Salmo 112:1 que es muy, muy dichoso el
hombre que teme al Señor, el que mucho se deleita en Sus mandamientos. Podemos
deleitarnos a causa de nuestros logros, podemos sentirnos dichosas en la belleza;
o espiritualmente, es más fácil deleitarnos en las promesas de Dios. Pero hay
algo más profundo y sublime, en quienes eligen temer al Señor y deleitarse en
Sus mandamientos. Esto, sin duda es una firme identidad. Una identidad
inalterable. Una identidad que no obtenemos por esfuerzo humano, ni se acabará.
Es una identidad basada en Él y en seguirle.
Jesús
nos dice:
“…Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y
sígame” Mateo 16:24.
Reflejar
a Dios en nuestro actuar; confiar en Su propósito para nuestra vida; tener un
corazón dispuesto, honrarlo nada más y solamente a Él y discernir la verdad, no
viene de un esfuerzo humano, sino de la rendición de nuestro yo ante Aquel que
nos da la verdadera identidad. Es la rendición en el temor de reconocer que Él
es nuestro Creador, pero también Quien se acercó a través de Cristo, quien
murió y resucitó. Y al confesarle, somos salvos y tenemos la presencia de Su
Espíritu en nosotros.
Reflejar
a Dios, comienza al deleitarnos en Sus mandamientos para disfrutar del Final
Feliz. Porque, aunque tendremos aflicciones, debemos confiar que el mundo
ya fue vencido por Cristo (Juan 16:33).
Y
en medio de todo, estamos llamados a obedecer,
pues
el final feliz es estar con Él por la eternidad.