Hace cinco años, me mudé a un país lejos de donde nací, dejando atrás a
mi familia, los sabores de casa, y las cálidas reuniones familiares. Todos los
días, anhelaba un abrazo familiar y me llenaba de nostalgia. Sin embargo, hace
una semana, recibí una noticia que llenó mi corazón de alegría: mi tía y mi tío
vendrían de visita, ¡y yo tendría el privilegio de recibirlos! Inmediatamente,
mis ojos se llenaron de lágrimas de emoción y comenzó una semana de preparación
y organización.
Pasé días de gran expectativa, asegurándome de que todo estuviera en
orden para que se sintieran cómodos y bienvenidos. Quería que se sintieran como
en casa, que cada detalle les recordara cuánto los amo y cuánto había esperado
este momento. Ahora, mientras escribo este artículo, tengo el gozo de tener a
mis tíos aquí conmigo. Poder abrazarlos después de cinco años, compartir un
almuerzo juntos y despertar con un pedazo de mi familia a mi lado es algo que
no tiene precio.
Ahora bien, pensemos en esta situación desde una perspectiva espiritual.
Aquellos de nosotros que hemos creído en el Señor Jesús por fe, hemos sido
llamados hijos de Dios, parte de Su familia. Cristo, nuestro Señor y Salvador,
el más importante de todos, por quien y para quien todas las cosas fueron
creadas, nos ha dejado una promesa: Él viene de nuevo y viene a buscarnos. Esta
promesa del regreso de Jesús debe llenarnos de alegría y expectativa, mucho más
que cualquier visita terrenal.
Si tanto esfuerzo y emoción dedicamos a la preparación de una visita de
nuestros seres queridos, ¿cuánto más deberíamos anhelar y prepararnos para la
venida de nuestro Salvador? ¿Cuánto más deberíamos cuidar cada detalle de
nuestras vidas para agradar a quien nos amó primero?
En 2 Pedro 3:8-18, se nos
exhorta a vivir con la expectativa del regreso de Jesús. Este no es un simple
hecho del futuro; es una realidad inminente que debe impactar cómo vivimos
hoy. A veces, en medio de las rutinas
diarias, es fácil perder de vista esta gran promesa. Sin embargo, el llamado es
a crecer en gracia y conocimiento, a vivir vidas santas y piadosas, esperando
con alegría la llegada del día del Señor.
Preparémonos para recibir a Jesús, no solo con palabras, sino con
corazones y vidas transformadas por Su amor y Su gracia. Imaginemos la alegría,
la paz y el consuelo que sentiremos al verlo cara a cara. Ese encuentro no
tendrá comparación con ninguna experiencia terrenal, por maravillosa que sea.
La anticipación de Su regreso debe motivarnos a vivir de manera que nuestras
vidas sean un reflejo de Su amor y santidad.
Este anhelado encuentro nos recuerda que, así como preparamos nuestro
hogar y nuestro corazón para recibir a seres queridos, mucho más debemos estar
listos para recibir al Rey de reyes. Vivamos
con la certeza de que nuestro Señor viene pronto y preparemos nuestro corazón
con amor, fe y obediencia. No sabemos el día ni la hora, pero sí sabemos que Su
promesa es verdadera y que Él cumplirá Su palabra.
Nuestra preparación diaria, nuestro crecimiento espiritual y nuestra
perseverancia en la fe son respuestas adecuadas al llamado de Dios mientras
esperamos el cumplimiento de Su promesa y el glorioso regreso de nuestro Señor.
Que cada día sea una oportunidad
para vivir con la expectativa de ese gran encuentro, reflejando Su amor en
nuestras acciones, pensamientos y palabras, y así estar listos para recibir con
gozo a Aquel que nos ama con amor eterno.