La primera esperanza se
gestó en el corazón humano después de haber vivido su peor tragedia. En medio
del desconsuelo por haber perdido la gloria del Edén, una promesa que sólo al
transcurrir el tiempo cautivó la mente de Eva, comenzó a darle vida a un
posible futuro mejor. Fue cada dolor de parto que restaba vigor a su cuerpo, el
que intensificaba su deseo de que aquel Niño nacido podría llegar a ser el Niño
prometido. Así nació la esperanza, con un doloroso suspiro del alma que espera
gozosa.
Pero aquel anhelo no
terminó con la muerte de Eva, ni tampoco con la muerte de Jesús, quien fue el
cumplimiento de la primera promesa. Al contrario, fue el dolor de muerte de
Jesucristo y Su resurrección el combustible que encendió la ferviente espera de
nuestra propia resurrección, un futuro inimaginable se hizo posible mediante la
esperanza.
Pablo lo describió así:
Pues estoy
convencido de que lo que padecemos en este tiempo no es comparable con la gloria
venidera que se ha de manifestar en nosotros. Porque la
creación espera con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios… porque sabemos
que hasta ahora toda la creación gime con dolores de parto.
Y no solo ella,
sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu,
nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, mientras esperamos la
adopción, la redención de
nuestro cuerpo.
Romanos 8:18-23
RVR2020
Junto con todas las riquezas
que Cristo compró para nosotros con Su muerte (que Pablo llama las primicias
del Espíritu), recibimos también el regalo de la esperanza, pero no sin una
cuota importante de dolor; de la misma manera que en el alumbramiento, la
esperanza genera vida a partir del sufrimiento.
Pero ¿cómo es que nos
damos por vencidos habiendo recibido en Cristo todas las cosas? Hay cosas que
el ser humano no puede controlar y una de ellas es la tensión que experimenta
en una espera que se percibe interminable. Esperar, por ejemplo, sentirse amada
por un esposo luego de haber pasado por rupturas sentimentales, la llegada de
un hijo luego de un aborto, el día de ser definitivamente redimida del pecado después
de haber pecado.
La mente dicta que, si
se ha de vivir con dolor, que sea en la menor cantidad posible. Y ¿qué dolor
existe que sea menor al dolor sufrido en la espera insatisfecha con el que nos
podamos conformar? ¿El dolor del capítulo cerrado, quizás? Nos damos por
vencidos cuando decidimos ya no sufrir la incertidumbre, sabiendo que el dolor
por algo que no fue es algo que sí podemos manejar. Preferimos entonces
desesperanzarnos por una cuestión de control, lo nocivo de esta elección es que
podemos caer en el hoyo de la desalentadora depresión.
En otras ocasiones, nos
damos por vencidos cuando nuestra esperanza está mal enfocada y creemos que,
sin aquello específicamente determinado, la vida ya no tiene sentido. Este tipo
de esperanza mal significada tiene un fundamento en la idolatría y puede
resultar beneficioso darse por vencido.
En cualquier caso,
necesitamos enfrentarnos a la desesperanza con la aceptación del fracaso por
una esperanza mal enfocada, abrazando el duelo de lo que perdimos y revisando
el fundamento de nuestra esperanza, pues una persona desprovista del fundamento
del amor de Dios tendrá una esperanza desenfocada y frágil.
Mientras que la
depresión encierra el alma en el abatimiento, la aflicción de un corazón que anhela
forja el florecimiento de la esperanza y, no existe nada más hermoso en la vida
que encontrarse frente a un corazón esperanzado que abraza la vida con gozo y
se desborda en generosidad, porque saborea cada gota del amor de Dios; espera
porque se sabe amado.
0 Comments