El inicio de año marcado unas semanas atrás, pudo generarnos un examen
de conciencia en algún plano o hábito de la vida. El ejercicio, por ejemplo, es
uno que se recalca bastante, lo cual no sorprende en un mundo que presta tanta
atención a lo superfluo que conllevan las prácticas individualistas. Y no
quiere decir esto que el ejercitarse sea una costumbre inadecuada, de hecho, es
un beneficio para la condición de nuestro organismo de manera física y
emocional, una vez no sea la única meta y la prioridad.
En el plano espiritual, podríamos, no solamente al inicio de un año de
calendario, sino al inicio de cada día, preguntarnos a nosotros mismos acerca
de la habituación y la condición de nuestro corazón, analizando en todo momento
nuestra medida de fe. El capítulo 10 del libro de Hebreos es una hermosa
invitación a hacerlo.
El hecho de acercarnos confiadamente a Su presencia, haciéndolo con
sinceridad de corazón, reconociendo nuestra condición indigna delante de Él,
recibiendo Su perdón y fundamentando nuestra fe en Su vida, Su muerte y Su
resurrección, nos da el regalo de ser justificados y purificados en el creer
que Él es nuestro Salvador; nos permite permanecer firmes en Su incomparable
fidelidad, llenos de esperanza en Sus promesas revestidas de Verdad.
Cuando consideramos y tratamos de entender la magnitud del amor de Dios,
somos movidos a acciones que se manifiestan como respuesta de gratitud. Cristo
es la manifestación más grande de amor, Su iglesia es llamada la novia, lo que
representa la unión estrecha hecha a través del pacto hecho por Él dando Su
vida misma y el amor que le une a aquellos que creemos en Su nombre.
No podríamos hablar del amor de Dios en nuestras vidas, si este no nos mueve
a esparcirlo a todos los que están alrededor nuestro, en especial a nuestros hermanos
en la fe. El amor de Jesús debe, sobre toda circunstancia, tener un efecto
multiplicador, restaurador; cubierto de gracia, benignidad, compasión y
bondad.
Y considerémonos unos a otros para estimularnos al
amor y a las buenas obras;
no dejando de congregarnos, como algunos tienen por
costumbre, sino exhortándonos;
y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca.
Hebreos 10:24-25
Cuando consideramos también que el día del Señor se acerca, tomamos
conciencia de la importancia de congregarnos para tener comunión y disfrutar la
compañía de los nuestros, unidos en un mismo sentir, en la necesidad de ser
instruidos, en el anhelo de habitar juntos en armonía, en el precioso hecho de compartir
Su cena, que es el recordatorio constante del sacrificio de amor que es nuestra
salvación.
Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la
comunión unos con otros,
en el partimiento del pan y en las oraciones.
Hechos 2:42-47
Como toda instrucción que nace del corazón de Dios, el mantenernos en
comunión como congregación, trae maravillosas recompensas a nuestra vida, como
el gozo de adorarle, de escuchar Su Palabra, de servirle, de acercarnos a Su
presencia en oración, de contenernos unos a otros, estimulándonos en amor y
buenas obras.
No es posible desarrollar el cristianismo en soledad o egoísmo, no es
esta la voluntad de Aquel que nos ama tanto y que nos diseñó para vivir
alegremente en compañía. Hacerlo es un canal directo a la frialdad del corazón
y al desánimo, el cual es un atentado contra nuestras vidas.
La comunión que desarrollamos en la congregación es una acción que se
deriva en primera, del amor Suyo, que responde con amor hecho obediencia en
nosotros. El llevarlo por obra conforta de forma dulce y agradable nuestro ser.
Vale muchísimo la pena ser obedientes, para disfrutar las preciosas recompensas
que El Señor nos da en el compartir generoso y compasivo de Sus hijos amados.
Amados, si Dios así nos amó, también nosotros debemos
amarnos unos a otros.
1 juan 4:11
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