Amados, nunca tomen venganza ustedes mismos, sino den lugar a la ira de Dios, porque escrito está: «Mía es la venganza, Yo pagaré», dice el Señor.
Romanos 12:19
Hoy día vemos en las noticias historias verdaderamente aberrantes y dolorosas, tendemos a pensar que el tiempo actual muestra una cara de la humanidad totalmente despiadada y sin escrúpulos. Sin embargo, la Palabra del Señor nos cuenta en el capítulo 34 del libro de Génesis una historia desgarradora y sangrienta; una venganza llevada a cabo por dos hermanos llenos de ira al conocer la deshonra de la que su hermanita había sido víctima.
Cuando escuchamos la palabra violación, inevitablemente se desatan en nosotros una serie de pensamientos, sentimientos y juicios. Es un hecho que genera inmenso dolor físico, pero también emocional, dejando secuelas traumáticas que sin la ayuda adecuada (principalmente aquella que viene del corazón de Dios), puede acompañar a la víctima el resto de su vida; es un hecho que lacera profundamente el valor propio, daña gravemente la autoestima, ataca el ánimo hasta cuestionar el sentido mismo de la existencia y, en lo profundo del dolor y el agudo estrés que la persona llega a experimentar, puede ser movida a atentar contra su vida misma. Hay muchas áreas a sanar, una muy importante es aquella que experimenta la amarga atadura que provoca el deseo de venganza.
El deseo de ver cobrada la justicia en casos como este es totalmente comprensible. Es difícil encontrar una razón que justifique el porqué de este tipo de traumas que lamentablemente muchas mujeres de todas las edades hoy día viven. Y existen distintos castigos y penas para quienes cometen tales atrocidades, es triste saber que no son aplicados siempre, por diversas razones.
Si bien es cierto, Siquem merecía el castigo que la ley determinaba (Deuteronomio 22:25–26), esto no justificaba la venganza sangrienta que Simeón y Leví llevaron a cabo con sus propias manos. Podemos identificarnos con el sentimiento de impotencia en sus corazones, pero no con la ira incontrolable que los llevó a cometer los actos terribles que cometieron. Es un hecho que un acto así es totalmente repudiable y en nuestra mente muchas veces merece la muerte. El hecho es que, el pecado en general es digno de muerte, “mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23).
Tal vez puedas entender lo profundo del dolor en el alma de Dina y sus hermanos, porque tú misma has experimentado una herida de esta magnitud; quizá conozcas la inmensidad de la incertidumbre y el pesar que llega a percibirse y en ello puedas haber sentido un enorme deseo de venganza, que responde naturalmente a actos inhumanos, crueles y lamentables como este. De pronto imaginas escenarios en los que ves que aquella o aquellas personas que lastimaron lo más sensible y delicado de tu ser pagan con todo el peso de la ley, o aún más, el daño que ocasionaron. Sin embargo, aunque así fuera y lo pagaran de la manera más justa, es muy probable que tu alma siga experimentando quebranto, dolor y rencor.
El trato más justo para tu alma sería entonces encontrar a los pies de Jesús, aquel Jesús que conoce de injusticias, de heridas profundas y de dolor indecible, la capacidad de perdonar, de la manera en la que Él lo hizo, no porque los malhechores lo merezcan, sino porque tú lo mereces. Y puedas decir aquellas palabras pronunciadas en el momento más angustiante de Su vida: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen ( Lucas 23:34), hallando en ellas la capacidad de ser libre, sana y para vivir en completa paz.
En lo más profundo de tu dolor, la gracia sublime de Dios es más profunda
y te otorga libertad y sanidad.
0 Comments