Por
tanto, no desechen su confianza, la cual tiene gran recompensa.
Porque
ustedes tienen necesidad de paciencia, para que cuando hayan hecho la voluntad
de Dios, obtengan la promesa.
Hebreos
10:35–36 NBLA
El que persevera alcanza es un dicho que a lo mejor hemos
escuchado, generalmente hace referencia a no darnos por vencidos en la
conquista de nuestros planes, metas o sueños. Nos motiva a generar una fuerza
de voluntad que nos ayuda a ser determinados y disciplinados en lo que
queremos, a dominar los temores o dificultades que se presenten en el proceso y
a ejecutar acciones que nos lleven a alcanzar lo que pretendemos.
Y no significa que el
hecho de fijar objetivos y tener anhelos en nuestros corazones esté mal, pero
sí que vale la pena orientar nuestra perseverancia de manera prioritaria hacia
aquello que es verdadero, honesto, justo, puro y amable; aquello que es de buen
nombre y que conlleva virtud, para confirmar que es cierto que buscando el
reino de Dios por encima de todo lo demás, Él nos dará todo lo que necesitemos…
y más.
Y es que la vida nos
lleva a entender (idealmente), que buscando en las cosas del mundo aquello que
recompense nuestras carencias, no logramos mayor cosa. Hasta que logramos
afirmar que solamente en Dios el alma logra saciar su exacta necesidad,
podremos cobrar verdadera fuerza, valor, ánimo, fe y esperanza. Y entonces
entendemos que la perseverancia que vale la pena procurar es aquella que nos
encamina a hacer la voluntad de Dios, en la que obtenemos preciosas promesas.
Esa perseverancia
requiere una maravillosa virtud espiritual: la paciencia. Mantenerse firme y
constante en un mundo tambaleante puede ser una tarea complicada. La
perseverancia acompañada de paciencia nos habla de resistir y de guardar un
compromiso vestido de fidelidad delante de Dios, cumpliendo Sus mandamientos a
pesar de la prueba o la adversidad.
La paciencia va mucho
más allá de esperar o tolerar, sobre todo en este tiempo y en este mundo que
quiere convencernos de que no podemos o no debemos tolerar absolutamente nada,
desde un tiempo que se aplaza, hasta el mínimo dolor, físico o emocional.
Cuando nos envolvemos en este tipo de pensamientos confusos, podemos no
solamente volvernos incapaces de enfrentar la prueba, lo más triste es que perdemos
la inmensa bendición de confiar y esperar en Dios con paciencia a través de
ella.
El sufrimiento de la
prueba se presenta de muchas maneras, algunas de ellas provocadas por nuestras
mismas acciones, otras simplemente como resultado del pecado y de la injusticia
que gobiernan este planeta. Es claro que vivimos en un territorio que nos
enfrenta inevitablemente a la aflicción, pero en ella somos llamados a confiar,
por medio de Aquel que venció a este mundo.
La paciencia que confía
nos habla de calma y certeza; nos recuerda, en medio de la dificultad, la
inmensa gracia y la inagotable fidelidad de un Dios Bueno en gran manera que
extiende sobre nosotros cada día Su misericordia, esa misericordia que nos vio
con amor y nos otorgó el regalo de la salvación y la preciosa promesa de vida
eterna que hoy sostiene nuestra fe. Y es que la paciencia es precisamente el
producto de una confianza que reposa absolutamente en Él.
Y es en la acción de
desarrollar una paciencia confiada que somos perfeccionados, afirmados,
fortalecidos y establecidos en esta tierra, para sobrellevar toda dificultad
tomados de Su mano, guardando Su voluntad y recibiendo la recompensa de Sus maravillosas
promesas.
La
certeza de Su gracia y Su amor nos permite perseverar con fe en la aflicción.
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