Así ha
obrado el Señor conmigo en los días en que se dignó mirarme
para
quitar mi afrenta entre los hombres.
Lucas
1:25
La espera de todo un
pueblo estaba por terminar, los acontecimientos previos a la llegada del
Salvador del mundo fueron emocionantes e impactantes. Visitas angelicales que
traían noticias tan maravillosas como increíbles. La primera de ellas a
Zacarías, un hombre justo, sacerdote que ejercía el privilegio de llevar
incienso al Santuario del Templo de Dios cuando fue encontrado por Gabriel, el
ángel que le compartió la promesa de un hijo que se llamaría Juan, que era
también la respuesta a su oración.
Ante la turbación y el
temor del momento, le fue difícil creer que aquello sería posible, siendo él y
su esposa Elisabet ancianos y ella estéril. Su incredulidad trajo como
consecuencia el quedar sin habla hasta el nacimiento del hijo prometido, el
precursor de Jesús, el escogido que prepararía el camino en el espíritu y
poder de Elías para hacer volver los corazones de los padres a los hijos y a
los desobedientes a la actitud de los justos, a fin de preparar para El Señor
un pueblo bien dispuesto (Juan 1:17).
Luego de unos días,
Elisabet concibe, reconociendo el poder y la bondad de Dios, pues quitó la
vergüenza de su esterilidad ante los demás. Unos meses después ella alaba con
alegría a María, llamándola bendita al ser escogida para concebir al que sería
su Señor, la bendice por creer en la promesa que recibió. Al momento de dar a
luz a Juan, parientes y vecinos se regocijaron con ella, pues vieron cómo Dios
engrandeció sobre su vida Su misericordia.
Y fue en ese momento que
Zacarías recobra el habla y, lleno del Espíritu Santo, alaba al Señor por
enviar al Salvador que vendría del linaje de David, Aquel que era la promesa
hecha a través de los profetas; Aquel que era el cumplimiento del Pacto hecho
mediante juramento a Abraham. Aquel que, gracias a la entrañable
misericordia de Dios, sería la Aurora que nos visitaría desde lo alto, para dar
luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros
pies en el camino de paz (Juan 1:78, 79).
Jesús es la promesa hecha
a la humanidad en su necesidad de salvación. Es el plan de redención que El
Padre preparó para justificarnos gratuitamente por gracia, para librarnos de la
muerte a través de Su vida entregada en la cruz. Fuimos liberados de ese
sufrimiento y recibimos a cambio el regalo de Vida Eterna por medio de Su
resurrección.
Cuando esperamos una
promesa que no llega a cumplirse podemos perder el ánimo y la confianza. Esperar
las promesas de Dios es seguro siempre, Su Palabra es totalmente verdad. Cuando
aguardamos plenamente en Él, Su obra en nuestros corazones nos prepara para
recibir Su gracia, Su misericordia y Su amor. Cuando entendemos que la entrega
de Su Hijo es la más maravillosa promesa cumplida y que, a partir de Él, nos da
todas las demás cosas, podemos desarrollar una fe totalmente confiada.
No hay mejor promesa cumplida que Jesús.
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