Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a Nuestra
imagen, conforme a Nuestra semejanza…
Génesis 1:26ª
La maravillosa creación de Dios concluye con Su toque personal, el
hombre, poniendo en él Su aliento de vida (Génesis 2:7). Lo formó a Su
imagen y semejanza, lo cual no se refiere a una parte física; la Biblia nos
dice en Juan 4:24 que Dios es Espíritu. Los humanos recibimos el inmenso
regalo de ser como Él a través de nuestra alma y a través de nuestro espíritu;
a través de lo que pensamos y a través de lo que sentimos, a través de nuestras
emociones.
Todo era bueno en gran manera (Génesis 1:31), armonioso en la
idea original hecha con amor por nuestro Creador. Sin embargo, al ser dotados
de emociones, voluntad y pensamientos propios, dimos lugar al pecado,
dejándonos llevar por el engaño del enemigo, contaminándonos y destinándonos al
sufrimiento, a la enfermedad, a la muerte. Es así que, nuestra voluntad se
inclina a desobedecer, nuestra mente a confundirse y nuestro corazón, a tratar
de gobernar.
Más engañoso que todo es el corazón, y sin remedio;
¿Quién lo comprenderá?
Yo, El Señor, escudriño el corazón, pruebo los pensamientos,
Para dar a cada uno según sus caminos, según el fruto
de sus obras.
Jeremías 17:9-10
Ciertamente somos hechos a Su imagen y a Su semejanza, ciertamente
llevamos Su sentir. Nuestro problema es que, en nuestra humanidad, esto se
acompaña de pecado, haciendo así bastante peligroso el riesgo de dejarnos
llevar por lo que nuestro corazón dicta, lo que muchas veces es el consejo que
el mundo nos da.
Nuestras emociones responden de manera sentimental, mental y física a
los distintos estímulos de nuestro entorno. No es posible evitar la alegría de
una sorpresa agradable, la tristeza de una pérdida importante, el temor ante
alguna amenaza o el enojo que provoca una falta de respeto; Dios lo sabe
perfectamente, somos hechura Suya, Su amor y misericordia validan nuestro
sentir. El conflicto se genera en la respuesta del corazón, que funciona muchas
veces como el centro de mando de nuestras vidas.
Los centros de mando son diseñados para disponer de equipos que ayudan a
controlar distintas situaciones simultáneamente, identificando amenazas,
ubicando los recursos y gestionándolos de la mejor forma posible. Si tomamos en
cuenta esta idea, comparándola con nuestro corazón, podemos entender que vale
la pena regular la parte emocional de nuestras vidas. El punto es, ¿cómo?
Siendo seres emocionales, debemos reconocer el efecto de nuestras
reacciones, su grado de intensidad, las respuestas que generan en nuestras
conductas, en nuestras palabras, en nuestros pensamientos. Hacerlas conscientes
es un buen comienzo, una forma de volvernos responsables y cuidadosos al
respecto.
Nuestro Señor Jesús, el Sumo Sacerdote que se compadece de nuestras
debilidades, experimentó en Sí mismo el peso de una emoción a través de la aflicción,
Mateo 26:38 nos deja ver la intensidad de la tristeza de Su alma, en la
terrible espera del momento amargo que le esperaba en la cruz, a causa nuestra.
Lucas describe en el capítulo 22 algunos detalles de la agonía de aquel momento
y la fortaleza recibida en el pesar profundo de nuestro Salvador.
Hoy, en cada emoción difícil de sobrellevar, es Su gracia la que nos
sostiene, Su amor el que nos sustenta, Su poder el que nos levanta y Su paz la
que abraza nuestro ser. En nuestra fragilidad, entendemos que no podemos
hacerlo en nuestras propias fuerzas, requerimos indudablemente de la ayuda de
Su precioso Espíritu Santo, Él nos permitirá responder a ellas cuando le
permitimos ser nuestro centro de mando.
Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino
de poder, de amor y de dominio propio.
2 Timoteo 1:9
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