El Espíritu Santo

 


La tercera persona que compone la trinidad de Dios, es distinto al Padre, diferente al Hijo, pero perfectamente Dios. Así como el Padre y el Hijo se encuentran en estrecha unidad (Jn. 17:21-23), el Espíritu Santo se encuentra en una relación de estrecha coordinación con ambos (Mt. 28:19; 1 Pe. 1:2).

El Espíritu Santo ha estado presente desde la eternidad, en la creación (Gn. 1:2) y en la historia de la humanidad que encontramos escrita en el Antiguo Testamento (Jue. 6:34), sin embargo, podemos encontrar una manifestación más activa y presente para nosotros a partir del Nuevo Testamento, por ejemplo, en el bautismo de Jesús (Mt. 3:13-17) en la promesa de Jesús acerca de su venida (Jn. 16:7-11), y en el día de Pentecostés (Hch. 1:8), entre otros.

A partir del Nuevo Testamento vemos un despliegue de las actividades y obra del Espíritu de Dios luego de la obra de Salvación de Cristo, que nos ayudan a entender Su persona y la manera en cómo se diferencia del Padre y del Hijo.

Por mencionar sólo tres de sus múltiples oficios, el Espíritu da vida, tanto física como espiritual. El aliento de vida que Dios da al hombre para que se convierta en un ser vivo en la narración del libro de Génesis, lo otorga por medio de Su Espíritu, en hebreo Ruah/Ruaj (Gn. 2:7). De la misma forma, por medio del Espíritu de Dios es que se efectúa el nacimiento espiritual en el que el hombre/mujer que cree en Cristo pasa de un estado de condenación a vida eterna, tal como lo expresó Jesús en su conversación con Nicodemo (Jn. 3:5).

El Espíritu Santo empodera o inviste de poder al creyente. Luego de su conversión, el creyente se encuentra en un proceso de santificación por el cual sostiene una lucha continua contra sus deseos pecaminosos (1 Pe. 2:11), la influencia del mundo (1 Jn. 2:15-17), y la lucha contra huestes de maldad (Ef. 6:10-18), allí Espíritu capacita y llena de poder al creyente para vencer a sus oponentes de forma que él pueda obedecer a los mandamientos de Dios y sujetarse a Su voluntad (2 Ti. 1:7; 2 Cor 10:5; Ef. 4:23-24).

Revela y da testimonio. En el Antiguo Testamento, la revelación que Dios hizo acerca de sí mismo y sus planes, la entregó a los profetas por inspiración del Espíritu (1 Pe. 1:20-21). Esto mismo ocurrió con los Apóstoles, ellos pudieron entender el plan de Dios en Jesucristo para salvación de los judíos y los gentiles por medio del Espíritu quien, en palabras de Pablo a los Corintios “Todo lo escudriña, aún lo profundo de Dios…para que sepamos lo que Dios nos ha concedido” (2 Cor. 2:6 -13 RVR60). Pero la revelación de Dios no sólo fue dada a ellos, sino que hoy en día tenemos la promesa de acceder a esa misma revelación completa por medio del mismo Espíritu.

En el pasaje de Romanos 8:14-17 encontramos que el creyente puede darle muerte a las obras de la carne que mencionamos anteriormente con la ayuda sobrenatural del Espíritu (v.13). Luego, el Espíritu Santo guía a los hijos de Dios (v.14), revela al creyente que ha sido adoptado, en esa convicción que da el Espíritu, el creyente puede clamar a Dios como Padre (v.15) y, da testimonio a nuestro mismo espíritu de la legitimidad de esa adopción (v.16).

El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”. Romanos 8:16

En sentido práctico, es gracias a la ayuda oportuna que nos da el Espíritu Santo, que nosotros podemos conocer, entender, obedecer y amar los mandamientos, la voluntad de Dios y la obra de su Hijo por nosotros. Todavía hay mucho qué decir acerca de este tema, pero sabemos que es el Espíritu Santo quien nos ayuda a entender todo lo revelado para nosotros.




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